sábado, 3 de febrero de 2007

El viejo loco del manicomio


(Foto: aquí)

Un sol grande y colorado se pone sobre el horizonte tras la tierra árida y abrasada por el calor de un día de Julio.

Por el seco y polvoriento camino, un loco arrastra los viejos y raídos zapatos que le sirvieron para huir del antiguo manicomio, sin más compañía que sus harapientas ropas, su inseparable sombrero de copa, un palo que le sirve como bastón y para ahuyentar a los perros que se le acercan, y el poco agua que recogió en la fuente del último poblado por el que pasó.

Bajo una encina se detiene y se prepara para pasar allí la noche. Acurrucado sobre el suelo, y con las estrellas como techo, soñará con llegar a su pueblo. Soñará con el pueblo que tanto echa de menos desde que apenas era un crío.

Soñará con el ya lejano sonido de las campanas del pueblo que le obligaron a abandonar cuando aún era niño. Soñará con el olor a tortilla que le recuerda a su madre en la cocina. Soñará con volver a correr, después de la misa de domingo, a colocar monedas en los raíles de las vías, y a esperar a que el paso del tren las deje planas.

Al día siguiente amanece, y el loco continúa su camino pensando por qué es él el loco y no el resto, si son los demás a quienes él nunca ha llegado a comprender.

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